La teoría dice que ningún organismo puede sobrevivir en ese medio, aunque un enjambre de moscas la desacredita sobrevolando a pura impunidad la materia oleosa y nauseabunda en procura de un banquete.
Creen ingenuamente que nadie puede respirar bajo el el caldo de metales pesados que alguna vez fue agua, pero ignoran que algunos sapos negros del Riachuelo aún están allí, con sus ojos fuera de la superficie porque tarde o temprano se presentará el alimento. El razonamiento es simple y efectivo: se sabe que de la impunidad a la estupidez hay sólo un paso y las moscas terminan pagando caro el exceso de confianza.
No es muy frecuente ver cocodrilos en el Riachuelo, pero hay unos pocos que bogan entre los cascos semihundidos y la basura mirando de reojo al sapo negro -su bocado preferido- hacer lo suyo. Con paciencia milenaria, guardan expectante silencio y apuestan con sabiduría al error del contrincante.
Al atardecer, se transmite una señal entre ellos. Nadie sabe bien cómo lo hacen, quizás sea un entrechocar de mandíbulas o tal vez la ondulación acompasada de sus colas, pero lo cierto es que, como de costumbre, el mensaje de alerta les indica que deben hundir sus cuerpos costrosos en el cieno del fondo y evitar a los cazadores furtivos que se acercan a la ribera desde alguna de las tantas villas vecinas portando armas rudimentarias. Llevan palos, cadenas, alambres y ladrillos. Si se quiere, un arsenal demasiado magro para tratar de cambiar la suerte.
Entretanto, temprano en la mañana, los fabricantes de carteras pasan cuchillos y colmillos por la piedra de afilar mientras esperan ansiosos la llegada de otra tanda de materia prima.
No muy lejos de allí, una mujer camina sin rumbo por los pasillos del shopping, se detiene frente a la vidriera de un local, observa con detenimiento algo que la tienta, entra. Sale al rato con una expresión radiante pinchada en el rostro y su nueva cartera de piel de cocodrilo colgando del brazo.
Lo que sigue, sucede más rápido de lo que es posible contar.
Al salir, un pibe la empuja, le arrebata la cartera y corre.
Por una vez, ella cree comprender lo que es ser víctima y llora, despatarrada en el cordón de la vereda.
Algunas horas más tarde, camino a su casilla, alguien se come al pibe para afanarle la cartera.
Hay testigos circunstanciales, un llamado, denuncias, varios móviles policiales que convergen al lugar del hecho, alguien que corre, gritos, acusaciones.
Una sombra trata de cruzar a nado el Riachuelo con la cartera entre los dientes hasta que el reflector la enfoca. Sin aviso, la yuta tira a matar. Los dos primeros impactos no parecen alterar su marcha, pero el tercero da de lleno en su cabeza y se hunde.
Nadie se molesta en recuperar un cuerpo que es posible que nadie reclame.
A la mañana siguiente, la cartera flota entre desechos y cocodrilos, el cuerpo hinchado se pudre al sol cerca de la orilla, una nube de moscas disfruta la buena nueva.
A corta distancia, los sapos negros del Riachuelo lo observan todo y esperan su turno.
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