Radio Imaginaria #4. Podemos empezar, Maestro
- Podemos empezar cuando lo desee, Maestro, pero me gustaría saber qué hago con todos estos papeles que todavía me quedan por clasificar.
- No se preocupe, Antonio, debería saber que el orden es una materia de índole absolutamente personal. Y si no me cree, escuche lo que le sucedió al subprefecto Nicanor Romuáldez.
- Le creo aunque igualmente me gusta escuchar sus historias.
- Gracias. Parece ser que en un pequeño y pintoresco país -tal como sucedía más o menos cíclicamente- hubo un golpe de estado. Como primera medida de gobierno, según usos y costumbres habituales en estas ocasiones, se procedió al reparto de todo lo que había para repartir.
- Menos las culpas, me imagino.
- Por supuesto, eso no se reparte, Antonio. Quiero decir que se repartieron en este orden: el botín, los ministerios, las gobernaciones, las secretarías y subsecretarías, y todas las áreas y puestos de gobierno que, a simple vista, aparecían como apetecibles.
La Dirección de la Biblioteca Nacional quedó vacante durante largos meses, hasta que alguien, advertido de la omisión, decidió nombrar al subprefecto Nicanor Romuáldez al frente de ese organismo, no tanto por sus conocimientos literarios, sino porque vivía a escasas dos cuadras del edificio de la Biblioteca, lo que lo hacía candidato natural al puesto. Ese alguien también recordó, evidentemente, que Romuáldez había sido por más de veinte años encargado del pañol en sus anteriores destinos, donde había forjado una bien ganada reputación de maniático del orden y la sistemática. Como era de esperar por sus antecedentes, no sólo no defraudó a sus superiores, sino que tomó la cuestión como un desafío personal desde el primer día en que llegó a su nuevo trabajo.
En esa ocasión, como era de suponer, clasificó los libros por orden alfabético. Pero al siguiente, insatisfecho, deshizo todo, y los volvió a ordenar por año de publicación. Un día después, pensó que se veían mejor agrupados por el color de la tapa. Y así, el patrimonio literario del país sufrió en los estantes las más azarosas y extrañas combinaciones.
- Y los empleados de la biblioteca, ¿qué decían?
- Nada. Fueron despedidos sumariamente. En realidad, creo que nadie hubiera podido seguirle el tren, y se hubieran ido poco a poco...pero déjeme continuar, por favor.
- Continúe.
- Un día, llegó a su despacho una circular en la que se anunciaba que "como medida de incentivo, promoción y defensa del acervo cultural", la empresa tal había comprometido un abultado subsidio destinado a reeditar todas las obras de la biblioteca.
- Maravillosa y encomiable iniciativa, por cierto.
- Bueno, en el fondo, era un eufemismo donde todos interpretaron que la empresa tal se había hecho acreedora de algún abultado contrato de obra pública o de explotación ilimitada de las reservas del país. No obstante, el subprefecto Nicanor Romuáldez se había acostumbrado, luego de tantos años en la fuerza, a no hacer preguntas. De esta forma- de lo más insospechada por cierto- se encontró repentinamente con una pequeña fortuna para administrar discrecionalmente.
- ¿Y qué hizo el subprefecto con tanto dinero?
- Hizo cuentas y más cuentas. El problema se suscitó cuando, descontados los costos, los infaltables gastos de gestión y los ítems que nunca figuran en el presupuesto, advirtió que la plata no iba a alcanzar para todas las ediciones. Contrariado, decidió cortar por lo sano y editar dos obras en cada tomo, y de paso ahorrarse una buena suma.
- Buena solución, ¿no cree?
- No exactamente. Caviló largos días sin poder encontrar el criterio más adecuado para seleccionar las dos obras de cada tomo, hasta que por fin, movido por una pura necesidad práctica, resolvió guiarse por el número de páginas, ya que cada libro debía contar exactamente con 500.
- Me imagino que no pudo editar muchos libros.
- Exactamente, Antonio, ni siquiera uno. Finalmente, fue despedido y procesado por uso indebido del dinero público. ¿Qué le parece?
- Toda una ironía, Maestro.
- No se preocupe, Antonio, debería saber que el orden es una materia de índole absolutamente personal. Y si no me cree, escuche lo que le sucedió al subprefecto Nicanor Romuáldez.
- Le creo aunque igualmente me gusta escuchar sus historias.
- Gracias. Parece ser que en un pequeño y pintoresco país -tal como sucedía más o menos cíclicamente- hubo un golpe de estado. Como primera medida de gobierno, según usos y costumbres habituales en estas ocasiones, se procedió al reparto de todo lo que había para repartir.
- Menos las culpas, me imagino.
- Por supuesto, eso no se reparte, Antonio. Quiero decir que se repartieron en este orden: el botín, los ministerios, las gobernaciones, las secretarías y subsecretarías, y todas las áreas y puestos de gobierno que, a simple vista, aparecían como apetecibles.
La Dirección de la Biblioteca Nacional quedó vacante durante largos meses, hasta que alguien, advertido de la omisión, decidió nombrar al subprefecto Nicanor Romuáldez al frente de ese organismo, no tanto por sus conocimientos literarios, sino porque vivía a escasas dos cuadras del edificio de la Biblioteca, lo que lo hacía candidato natural al puesto. Ese alguien también recordó, evidentemente, que Romuáldez había sido por más de veinte años encargado del pañol en sus anteriores destinos, donde había forjado una bien ganada reputación de maniático del orden y la sistemática. Como era de esperar por sus antecedentes, no sólo no defraudó a sus superiores, sino que tomó la cuestión como un desafío personal desde el primer día en que llegó a su nuevo trabajo.
En esa ocasión, como era de suponer, clasificó los libros por orden alfabético. Pero al siguiente, insatisfecho, deshizo todo, y los volvió a ordenar por año de publicación. Un día después, pensó que se veían mejor agrupados por el color de la tapa. Y así, el patrimonio literario del país sufrió en los estantes las más azarosas y extrañas combinaciones.
- Y los empleados de la biblioteca, ¿qué decían?
- Nada. Fueron despedidos sumariamente. En realidad, creo que nadie hubiera podido seguirle el tren, y se hubieran ido poco a poco...pero déjeme continuar, por favor.
- Continúe.
- Un día, llegó a su despacho una circular en la que se anunciaba que "como medida de incentivo, promoción y defensa del acervo cultural", la empresa tal había comprometido un abultado subsidio destinado a reeditar todas las obras de la biblioteca.
- Maravillosa y encomiable iniciativa, por cierto.
- Bueno, en el fondo, era un eufemismo donde todos interpretaron que la empresa tal se había hecho acreedora de algún abultado contrato de obra pública o de explotación ilimitada de las reservas del país. No obstante, el subprefecto Nicanor Romuáldez se había acostumbrado, luego de tantos años en la fuerza, a no hacer preguntas. De esta forma- de lo más insospechada por cierto- se encontró repentinamente con una pequeña fortuna para administrar discrecionalmente.
- ¿Y qué hizo el subprefecto con tanto dinero?
- Hizo cuentas y más cuentas. El problema se suscitó cuando, descontados los costos, los infaltables gastos de gestión y los ítems que nunca figuran en el presupuesto, advirtió que la plata no iba a alcanzar para todas las ediciones. Contrariado, decidió cortar por lo sano y editar dos obras en cada tomo, y de paso ahorrarse una buena suma.
- Buena solución, ¿no cree?
- No exactamente. Caviló largos días sin poder encontrar el criterio más adecuado para seleccionar las dos obras de cada tomo, hasta que por fin, movido por una pura necesidad práctica, resolvió guiarse por el número de páginas, ya que cada libro debía contar exactamente con 500.
- Me imagino que no pudo editar muchos libros.
- Exactamente, Antonio, ni siquiera uno. Finalmente, fue despedido y procesado por uso indebido del dinero público. ¿Qué le parece?
- Toda una ironía, Maestro.
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