lunes, septiembre 29, 2008

Zombies

O la sufrida misión de hacer dos cuentos con una misma idea.
Ja. ¿sufrida?



Abandonado a la deriva en una cama de hospital el juicio final se le anticipa unas horas.

Frente a sus ojos se desarrolla un espectáculo que no tenía previsto y que -así son las reglas del juego en estas instancias- ni siquiera le es posible ignorar cerrando los ojos.

No podría explicar cómo sucede, pero las imágenes siguen allí sin que él pueda evitarlas. Parecen dispuestas a quedarse hasta que las vea y más allá de las hipótesis que maneja sobre la exacta ubicación de las mismas -afuera o adentro de sus párpados- se resigna y asiste por fin a la función que le han preparado.

Salen a escena un grupo de hormigas carbonizadas. Cuando las luces se apagan, bailan un rap fogoso donde alegan que ese tipo a los ocho se divertía rociando pólvora sobre sus cuerpos con un fósforo encendido en la mano jugando a que eran soldados que debían inmolarse en el campo de batalla.

(Nunca sabrá si ellas son las mismas pero por la crispación de su cara se puede deducir la veracidad de la historia que ellas tratan de contar)

Luego es el turno de los sapos reventados por efecto del cigarrillo que ese mismo tipo les puso en la boca. Algunos rastros de piel verdosa dejan adivinar lo que fueron pero no da para ver más.

(Por suerte no hay ojos mirándome fijo, piensa en su fiebre)

Siguiendo el desfile, ahora aparecen varios peces hermosos, tornasolados, altivos.

(Los vio tan majestuosos en su pequeñez como los recordaba a la hora de tirarlos al inodoro pensando que de esa forma llegarían bien pronto a encontrarse con la libertad que les había sido arrebatada)

No estoy tan seguro de que fue así, pero tal vez podría pensarse que el tipo tuvo alguna vez un sentimiento noble.

A continuación, un par de gatos enloquecidos con latas en la cola y el perro callejero al que recordó haberle hecho inhalar pegamento. No sé si el final del acto había sido planeado así pero los tres, los dos gatos y el perro terminaban su número en una montañita patética de cuerpos y ojos desorbitados en el centro del escenario.

Más tarde hubo caballos que recordaron haber sido salvajemente espoleados sin remordimiento y también pumas, ciervos y perdices que ofrecieron negros agujeros como prueba de haber sido acribillados a balazos en una tarde de caza.

Ya era de madrugada cuando vino el cierre del espectáculo a cargo de varios pollos prolijamente eviscerados, una vaca sangrante con algunos retazos de carne colgando de su osamenta y un cerdo en silla de ruedas arrepentido de su buen paladar.

Cerrado el telón, le quedan apenas unos pocos minutos para secarse el sudor de la frente y comprender al fin porqué ese virus desconocido, microscópico y artero se ha decidido a hacer de las suyas en el interior de su organismo sin siquiera haber notificado su presencia.

Cobra venganza.

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