Conversaciones con mi Editor. Nueve
Se respiraba madrugada y aún seguía allí, sentado frente al teclado, buscando un buen tema para una nueva historia.
La copa vacía sobre mi escritorio volvía inútil toda otra explicación: estaba claro que el primer recurso, el más obvio, el más inmediato, no había dado resultado.
En segunda instancia, entonces, apelé a mis recuerdos, pero rápidamente descubrí que no tenía ninguno.
A continuación, fue el turno de concentrarme en mi piel y en las sensaciones primarias que imaginaba latentes bajo mis terminales nerviosas. (Debo aclarar que este ejercicio -realizado en una tenue penumbra con los ojos entrecerrados- siempre me remitió más a una experiencia cuasi-mística que a un método de inducción a la escritura. No es infalible, claro, aunque a menudo solía proveerme de ese preciado material en bruto que con algo de suerte y bastante paciencia -o viceversa, según las circunstancias- no tardaba en convertir en las palabras tan ansiadas).
Sin embargo, esta vez tampoco fue suficiente.
Desesperado, me obligué al sacrificio: me clavé alfileres, caminé sobre brasas ardientes, exhumé entre mis papeles las frases más dolorosas e hirientes que me fueron dichas...y nada.
Lloré de impotencia hasta quedar exhausto, vacío, tendido a cuarenta centímetros del piso. Recién entonces comprendí que estaba irremediablemente muerto.
Al fin, había conseguido un buen principio para mi historia.
La copa vacía sobre mi escritorio volvía inútil toda otra explicación: estaba claro que el primer recurso, el más obvio, el más inmediato, no había dado resultado.
En segunda instancia, entonces, apelé a mis recuerdos, pero rápidamente descubrí que no tenía ninguno.
A continuación, fue el turno de concentrarme en mi piel y en las sensaciones primarias que imaginaba latentes bajo mis terminales nerviosas. (Debo aclarar que este ejercicio -realizado en una tenue penumbra con los ojos entrecerrados- siempre me remitió más a una experiencia cuasi-mística que a un método de inducción a la escritura. No es infalible, claro, aunque a menudo solía proveerme de ese preciado material en bruto que con algo de suerte y bastante paciencia -o viceversa, según las circunstancias- no tardaba en convertir en las palabras tan ansiadas).
Sin embargo, esta vez tampoco fue suficiente.
Desesperado, me obligué al sacrificio: me clavé alfileres, caminé sobre brasas ardientes, exhumé entre mis papeles las frases más dolorosas e hirientes que me fueron dichas...y nada.
Lloré de impotencia hasta quedar exhausto, vacío, tendido a cuarenta centímetros del piso. Recién entonces comprendí que estaba irremediablemente muerto.
Al fin, había conseguido un buen principio para mi historia.
Etiquetas: Conversaciones con mi Editor
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