Cucaracha
No sé a quién se le ocurrió ponerme antenas en la cabeza.
Según mi larga experiencia de casi dos días y cuarto de vida esos inadecuados y extraños adminículos sólo me han servido para recibir un combo de malas ondas, interferencias y desprecio. Sería inmensamente feliz si al menos consiguiera un sombrero apropiado para ocultarlas, pero se ve que hay poderosísimas razones de marketing que justifican la escasez de ese producto en los mercados.
Alguien ya lo dijo antes, evidentemente el mundo vive equivocado, porque es obvio que nadie se ha puesto a pensar en cuantas somos y las necesidades que tenemos.
Como si esto fuera poco, también me han regalado un caparazón duro y lustroso para protegerme de una larga lista de calamidades que a los ojos de cualquiera parecen temibles, aunque no para mí.
Con sinceridad, lo único verdaderamente temible a lo que me enfrento a diario es el hambre. Eso sí que me puede. Si pudiera elegir, cambiaría ya mismo mis ridículas antenas y mi escudo invencible por un estómago de vaca para poder disfrutar con placer de un banquete glorioso de tanto en tanto sabiendo que en algún recoveco de mi cuerpo habrá de guardarse por semanas más de lo mismo como en una alacena o un freezer.
Sin embargo, estoy lejos de tal hipótesis porque apenas soy un insecto y dentro de ese rubro uno que califica mal en todas las encuestas. Como es sabido, los de mi especie no tenemos voz ni voto, sobrevivimos día a día y nos regocijamos con las sobras de los demás.
Por suerte están los humanos(o por desgracia, como dice mi hermana).
Con estos sujetos es necesario tener un mínimo de precaución ya que nadan en sus propias contradicciones. Viven felices y nos alimentan (claro que sin sospecharlo) mientras no seamos visibles.
Todo cambia si por desliz o distracción me aparezco frente a uno de ellos.Son capaces de odiarme y perseguirme por toda la casa hasta saciar su sed de venganza convirtiéndome en sticker para la suela de su chancleta, o peor aún, envenenarse a sí mismos con una sobredosis de tóxicos destinados a exterminarnos.
En esos casos pasamos un mal rato, es cierto, pero no saben la gracia que nos da sus torpes estrategias. Deberían saber que la combinación de antenas, caparazón lustroso e historia es casi invencible.
Ese alimento del que hablaba es el que, tarde o temprano, me hace dar la cara. No obstante, deberían saber que mi paciencia es infinita y puedo pasar siglos con los ojos abiertos hasta que la luz se apague y llegue la hora de saborear mi banquete, consistente en unas pocas migajas de pan sobre el piso o tres cuartos de la torta de chocolate que quedó sobre la mesada. Y si me apuran, debo confesar que los platos sucios apilados en la pileta de la cocina me deparan los más exquisitos manjares.
Todo me sirve, pero no crean que soy tonta. Antes de disfrutar un banquete inusitado que se aparece ante mí, me contengo y pienso si no es un cebo con el que tratan de atraparme. En esas ocasiones, me saco mi sombrero nuevo (al fin conseguí en Palermo uno divino con dos agujeros para las antenas) y las dejo hacer lo suyo porque confío en ellas.
No tengo entidad para jactarme de una absoluta inocencia, pero díganme si el sujeto no debería avergonzarse de la propia basura que genera en lugar de buscarme a mí con sus pisotones desquiciados.
Según mi larga experiencia de casi dos días y cuarto de vida esos inadecuados y extraños adminículos sólo me han servido para recibir un combo de malas ondas, interferencias y desprecio. Sería inmensamente feliz si al menos consiguiera un sombrero apropiado para ocultarlas, pero se ve que hay poderosísimas razones de marketing que justifican la escasez de ese producto en los mercados.
Alguien ya lo dijo antes, evidentemente el mundo vive equivocado, porque es obvio que nadie se ha puesto a pensar en cuantas somos y las necesidades que tenemos.
Como si esto fuera poco, también me han regalado un caparazón duro y lustroso para protegerme de una larga lista de calamidades que a los ojos de cualquiera parecen temibles, aunque no para mí.
Con sinceridad, lo único verdaderamente temible a lo que me enfrento a diario es el hambre. Eso sí que me puede. Si pudiera elegir, cambiaría ya mismo mis ridículas antenas y mi escudo invencible por un estómago de vaca para poder disfrutar con placer de un banquete glorioso de tanto en tanto sabiendo que en algún recoveco de mi cuerpo habrá de guardarse por semanas más de lo mismo como en una alacena o un freezer.
Sin embargo, estoy lejos de tal hipótesis porque apenas soy un insecto y dentro de ese rubro uno que califica mal en todas las encuestas. Como es sabido, los de mi especie no tenemos voz ni voto, sobrevivimos día a día y nos regocijamos con las sobras de los demás.
Por suerte están los humanos(o por desgracia, como dice mi hermana).
Con estos sujetos es necesario tener un mínimo de precaución ya que nadan en sus propias contradicciones. Viven felices y nos alimentan (claro que sin sospecharlo) mientras no seamos visibles.
Todo cambia si por desliz o distracción me aparezco frente a uno de ellos.Son capaces de odiarme y perseguirme por toda la casa hasta saciar su sed de venganza convirtiéndome en sticker para la suela de su chancleta, o peor aún, envenenarse a sí mismos con una sobredosis de tóxicos destinados a exterminarnos.
En esos casos pasamos un mal rato, es cierto, pero no saben la gracia que nos da sus torpes estrategias. Deberían saber que la combinación de antenas, caparazón lustroso e historia es casi invencible.
Ese alimento del que hablaba es el que, tarde o temprano, me hace dar la cara. No obstante, deberían saber que mi paciencia es infinita y puedo pasar siglos con los ojos abiertos hasta que la luz se apague y llegue la hora de saborear mi banquete, consistente en unas pocas migajas de pan sobre el piso o tres cuartos de la torta de chocolate que quedó sobre la mesada. Y si me apuran, debo confesar que los platos sucios apilados en la pileta de la cocina me deparan los más exquisitos manjares.
Todo me sirve, pero no crean que soy tonta. Antes de disfrutar un banquete inusitado que se aparece ante mí, me contengo y pienso si no es un cebo con el que tratan de atraparme. En esas ocasiones, me saco mi sombrero nuevo (al fin conseguí en Palermo uno divino con dos agujeros para las antenas) y las dejo hacer lo suyo porque confío en ellas.
No tengo entidad para jactarme de una absoluta inocencia, pero díganme si el sujeto no debería avergonzarse de la propia basura que genera en lugar de buscarme a mí con sus pisotones desquiciados.
Etiquetas: Mitos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home