Luis
La feria de Caseros es una suerte de mercado persa sin glamour -uno más de aquellos que nunca figurarán en circuito turístico alguno- donde diariamente un variado surtido de buscavidas, bagayeros, contrabandistas y artesanos confraternizan sin conflictos en la trastienda de los puestos.
Allí conocí a Luis. Estaba sentado en el cordón de la vereda, inmóvil, con los dreadlocks teloneándole la cara y la mirada perdida en unas hojas de diario frente a él. Una observación más atenta me permitió advertir que esas hojas eran dibujos y esos dibujos los más extraordinarios que había visto alguna vez: paisajes extraños y ambiguos donde la calma de la naturaleza parecía siempre esconder una amenaza.
Le pregunté cómo los hacía y me respondió: "con los dedos".
Quise indagar entonces dónde había aprendido a hacerlos, pero me contestó secamente que lo ignoraba.
Como tampoco sabía para qué los hacía, ni dónde o cómo había aprendido los cinco idiomas que hablaba.
Como tantos otros, no le creí nada, hasta que un día se apareció con unos pinceles muy finos y sus potecitos de pintura. Me saludó, me tomó la mano sin decir palabra y en pocos minutos pintó un dragón envuelto en llamas en la uña de mi dedo mayor. Era literalmente fantástico.
Me costó convencerlo de que aplicara su talento en una producción más sistemática ya que no parecía tener otra preocupación más que juntar dos pesos para fumarse su caño diario mientras componía las canciones que algún día lo harían trascender más allá de la feria de Caseros. Sin embargo, necesitaba comprarse instrumentos y no tardó en hacerme caso. Así, comenzó a convocar multitudes de uñas que esperaban por la magia de sus pinceles y los destellos de su imaginación. Debo aclarar que jamás pintaba nada "a pedido" sino sólo lo que le venía en ganas en ese momento.
En unas pocas semanas tuvo el dinero que necesitaba y desapareció de la feria sin despedirse, dejando en manos de la gorda Yoli -la puestera que proveía de las mejores tortas fritas de la zona- una pila de hojas de diarios con sus dibujos y precisas instrucciones para repartirlos entre todos.
Todavía conservo esa lámina, y muy de tanto en tanto, cierro los ojos, paso mis dedos sobre la textura despareja de un mar demasiado calmo, luminoso, reposado, y comprendo que ese presagio de tormenta que me estremece, es el verdadero dibujo.
Allí conocí a Luis. Estaba sentado en el cordón de la vereda, inmóvil, con los dreadlocks teloneándole la cara y la mirada perdida en unas hojas de diario frente a él. Una observación más atenta me permitió advertir que esas hojas eran dibujos y esos dibujos los más extraordinarios que había visto alguna vez: paisajes extraños y ambiguos donde la calma de la naturaleza parecía siempre esconder una amenaza.
Le pregunté cómo los hacía y me respondió: "con los dedos".
Quise indagar entonces dónde había aprendido a hacerlos, pero me contestó secamente que lo ignoraba.
Como tampoco sabía para qué los hacía, ni dónde o cómo había aprendido los cinco idiomas que hablaba.
Como tantos otros, no le creí nada, hasta que un día se apareció con unos pinceles muy finos y sus potecitos de pintura. Me saludó, me tomó la mano sin decir palabra y en pocos minutos pintó un dragón envuelto en llamas en la uña de mi dedo mayor. Era literalmente fantástico.
Me costó convencerlo de que aplicara su talento en una producción más sistemática ya que no parecía tener otra preocupación más que juntar dos pesos para fumarse su caño diario mientras componía las canciones que algún día lo harían trascender más allá de la feria de Caseros. Sin embargo, necesitaba comprarse instrumentos y no tardó en hacerme caso. Así, comenzó a convocar multitudes de uñas que esperaban por la magia de sus pinceles y los destellos de su imaginación. Debo aclarar que jamás pintaba nada "a pedido" sino sólo lo que le venía en ganas en ese momento.
En unas pocas semanas tuvo el dinero que necesitaba y desapareció de la feria sin despedirse, dejando en manos de la gorda Yoli -la puestera que proveía de las mejores tortas fritas de la zona- una pila de hojas de diarios con sus dibujos y precisas instrucciones para repartirlos entre todos.
Todavía conservo esa lámina, y muy de tanto en tanto, cierro los ojos, paso mis dedos sobre la textura despareja de un mar demasiado calmo, luminoso, reposado, y comprendo que ese presagio de tormenta que me estremece, es el verdadero dibujo.
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