Almuerzo en el Brighton. Tercera escena.
Esta vez llegamos al Brighton en poco menos de cinco minutos desde abajo.
Abajo es la plaza del centro desde donde se ve la terracita del hotel casi flotando en el vacío en pleno Cerro Concepción. Por supuesto que cuando uno está arriba y se sienta en las mejores mesas de esa terraza, con una vista displicente y absoluta hacia la bahía no se imagina ni se detiene a reflexionar sobre dónde está parado. O en este caso, sentado.
Cuando uno camina desde abajo -y más luego del terremoto de febrero- cuesta sentirse tranquilo pensando que uno va a estar allí, como a trescientos metros sobre el vacío. Pero en mi caso, el fin todavía justificaba los medios y estaba ansioso de llegar allí.
Para comenzar, trepamos y transpiramos hasta llegar arriba. Esta vez no dimos rodeos ni utilizamos los funiculares, porque ya la teníamos clara. Estábamos abrigados como para una mañana de mucho frío y el mediodía de Valpo nos sorprendió con un sol agradecido de nuestra presencia allí. Tan agradecido que nos hizo desvestir en no más de quince minutos mientras íbamos subiendo.
El Brighton lucía nuevo, con una piel naranja en sus muros, tan diferente y complementaria de la azul con la que lo recordaba.
Tardamos en llegar a la mejor mesa, pero luego de tres cambios sucesivos lo logramos. Conseguimos sentarnos sobre la baranda que da al vacío (esa que contaba que se ve desde abajo y que da miedo, pero que desde arriba es la más codiciada) y al fin nos miramos.
Ví en sus ojos otra vez la misma belleza que creí contenida y se alivió mi alma.
Luego, comenzó la charla, y para acompañarla, unos pisco sour que no recomiendo.
(A menos que increpen al barman por una receta más contundente, son tan suaves e inocuos como una sprite con limon y así apenas un olor a pisco)
Todo lo demás de mil maravillss.
El almuerzo, excelente como siempre. Un ceviche rico y fresco, el salmón rosado que uno siempre desea comer en su punto justo y una corvina que siempre parece un pez poco fashion pero que el chef prepara como para demoler esos preconceptos.
No éramos los mismos que estuvimos allí en esa misma mesa por primera vez. No sé si queríamos serlo. Eramos otros, ciertamente, que nos mirábamos a los ojos con otra profundidad que la de entonces.
De a ratos, también mirábamos alrededor.
La bahía enfrente invita a perder la vista en el mar. Pero atrás y a los costados hay edificaciones que desde arriba parecen pequeñas. En este caso, yo buscaba huellas del terremoto y de a poco las iba encontrando: una rajadura severa por acá, una medianera echada abajo por allá, edificios abandonados, otros con peligro de derrumbe con cintas de precaución.
Se hacía tarde y llegaba el frío. Así es este lugar.
Nos despedimos del Brighton una vez más con la convicción de volver aunque sin saber cuando. Sólo pensando que seguramente sería pronto.
http://www.blogger.com/post-edit.g?blogID=15722378&postID=4761932933873169518#
Abajo es la plaza del centro desde donde se ve la terracita del hotel casi flotando en el vacío en pleno Cerro Concepción. Por supuesto que cuando uno está arriba y se sienta en las mejores mesas de esa terraza, con una vista displicente y absoluta hacia la bahía no se imagina ni se detiene a reflexionar sobre dónde está parado. O en este caso, sentado.
Cuando uno camina desde abajo -y más luego del terremoto de febrero- cuesta sentirse tranquilo pensando que uno va a estar allí, como a trescientos metros sobre el vacío. Pero en mi caso, el fin todavía justificaba los medios y estaba ansioso de llegar allí.
Para comenzar, trepamos y transpiramos hasta llegar arriba. Esta vez no dimos rodeos ni utilizamos los funiculares, porque ya la teníamos clara. Estábamos abrigados como para una mañana de mucho frío y el mediodía de Valpo nos sorprendió con un sol agradecido de nuestra presencia allí. Tan agradecido que nos hizo desvestir en no más de quince minutos mientras íbamos subiendo.
El Brighton lucía nuevo, con una piel naranja en sus muros, tan diferente y complementaria de la azul con la que lo recordaba.
Tardamos en llegar a la mejor mesa, pero luego de tres cambios sucesivos lo logramos. Conseguimos sentarnos sobre la baranda que da al vacío (esa que contaba que se ve desde abajo y que da miedo, pero que desde arriba es la más codiciada) y al fin nos miramos.
Ví en sus ojos otra vez la misma belleza que creí contenida y se alivió mi alma.
Luego, comenzó la charla, y para acompañarla, unos pisco sour que no recomiendo.
(A menos que increpen al barman por una receta más contundente, son tan suaves e inocuos como una sprite con limon y así apenas un olor a pisco)
Todo lo demás de mil maravillss.
El almuerzo, excelente como siempre. Un ceviche rico y fresco, el salmón rosado que uno siempre desea comer en su punto justo y una corvina que siempre parece un pez poco fashion pero que el chef prepara como para demoler esos preconceptos.
No éramos los mismos que estuvimos allí en esa misma mesa por primera vez. No sé si queríamos serlo. Eramos otros, ciertamente, que nos mirábamos a los ojos con otra profundidad que la de entonces.
De a ratos, también mirábamos alrededor.
La bahía enfrente invita a perder la vista en el mar. Pero atrás y a los costados hay edificaciones que desde arriba parecen pequeñas. En este caso, yo buscaba huellas del terremoto y de a poco las iba encontrando: una rajadura severa por acá, una medianera echada abajo por allá, edificios abandonados, otros con peligro de derrumbe con cintas de precaución.
Se hacía tarde y llegaba el frío. Así es este lugar.
Nos despedimos del Brighton una vez más con la convicción de volver aunque sin saber cuando. Sólo pensando que seguramente sería pronto.
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