Libretas norte Pág. 3. Virgencita
Uno
En la tarde de domingo, los tambores de la murga comienzan a sonar temprano.
Para quien no lo sepa, el domingo es día de ensayo y respondiendo al llamado, la tribu comienza a acudir a la cita. Adolescentes en grupo, unos pocos adultos que por acompañar resignan la siesta, muchos niños ansiosos dispuestos a demostrar su destreza física, muchas niñas encandiladas por las lentejuelas de los uniformes que para esta época aún no comenzaron a coserse, pero que en el imaginario ya se desean, y mucho.
(Mi amiga se espanta ante este último comentario, considerándolo la peor perogrullada de género, pero le pido que vaya y pregunte, cosa que, ciertamente, no hace. Imagino que, si no me cree, al menos duda.)
Dos
Frente al escritorio desde donde escribo, hay un inmenso ventanal a través del cual veo la plaza.
En realidad, veo el altarcito de la virgen-de-no-sé-qué. Está sobre una tarima de dos escalones que los más chicos encuentran divertido escalar mientras los más grandes -no sabría explicármelo- se paran frente a la imagen y la miran fijo.
Quisiera saber si le hablan, y si fuera así, no me imagino qué podrían decirle.
Por simple curiosidad, cruzo la calle y me paro frente a ella. La miro fijo por un largo rato en el que sigue inmutable detrás del vidrio. Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que tiene los labios sellados, lo cual, aunque parezca una tontería, me tranquiliza enormemente.
Tres
La primera vez que ingresé a la Basílica de Luján tenía unos pocos años.
Con un pensamiento "típicamente adulto", podría decir que fui engañado, aunque mal podría haber pensado que esa maravillosa excursión de pesca y "sapo" con mis primos concluiría de esa forma.
No creo que a estas alturas de tanto palermo viejo sobre nuestras espaldas sea necesario que explique lo que es el juego del sapo, pero déjenme decir que para mí, en ese momento, el único lugar del mundo donde jugar al sapo era el recreo del ACA sobre el río Luján hacia donde mi tío conducía su camión tanque de reparto de lavandina, un domingo cada tanto.
Aquella vez, iba de la mano de mi tía, en un silencio que mezclaba asombro, sobrecogimiento y temor. Las velas encendidas por decenas, acentuaban un dramatismo que no alcancé a comprender nunca. Por fin, al llegar al altar, ví la imagen imponente de la virgen. Y me pareció un pavo real, con su extraña corona de plumas desplegada como un abanico tras de sí.
Nunca dije nada, pero el recuerdo de esa arrogancia me ha perseguido toda la vida.
Cuatro
Por la ventana todavía abierta veo el altarcito que ahora luce como un faro en la noche desierta.
No lo había advertido antes, pero una desagradable lámpara de bajo consumo emerge entre los pliegues de su manto celeste.
Esta imagen, ahora que lo noto, es como aquella. La misma cola de pavo real desplegada en abanico, aunque hoy me parecieron pétalos de una margarita almidonada.
Pero lo que es peor, en el extremo de cada pluma-pétalo brilla una lucecita naranja.
Vaya revelación la de hoy: la luz divina depende de un enchufe de dos patas.
En la tarde de domingo, los tambores de la murga comienzan a sonar temprano.
Para quien no lo sepa, el domingo es día de ensayo y respondiendo al llamado, la tribu comienza a acudir a la cita. Adolescentes en grupo, unos pocos adultos que por acompañar resignan la siesta, muchos niños ansiosos dispuestos a demostrar su destreza física, muchas niñas encandiladas por las lentejuelas de los uniformes que para esta época aún no comenzaron a coserse, pero que en el imaginario ya se desean, y mucho.
(Mi amiga se espanta ante este último comentario, considerándolo la peor perogrullada de género, pero le pido que vaya y pregunte, cosa que, ciertamente, no hace. Imagino que, si no me cree, al menos duda.)
Dos
Frente al escritorio desde donde escribo, hay un inmenso ventanal a través del cual veo la plaza.
En realidad, veo el altarcito de la virgen-de-no-sé-qué. Está sobre una tarima de dos escalones que los más chicos encuentran divertido escalar mientras los más grandes -no sabría explicármelo- se paran frente a la imagen y la miran fijo.
Quisiera saber si le hablan, y si fuera así, no me imagino qué podrían decirle.
Por simple curiosidad, cruzo la calle y me paro frente a ella. La miro fijo por un largo rato en el que sigue inmutable detrás del vidrio. Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que tiene los labios sellados, lo cual, aunque parezca una tontería, me tranquiliza enormemente.
Tres
La primera vez que ingresé a la Basílica de Luján tenía unos pocos años.
Con un pensamiento "típicamente adulto", podría decir que fui engañado, aunque mal podría haber pensado que esa maravillosa excursión de pesca y "sapo" con mis primos concluiría de esa forma.
No creo que a estas alturas de tanto palermo viejo sobre nuestras espaldas sea necesario que explique lo que es el juego del sapo, pero déjenme decir que para mí, en ese momento, el único lugar del mundo donde jugar al sapo era el recreo del ACA sobre el río Luján hacia donde mi tío conducía su camión tanque de reparto de lavandina, un domingo cada tanto.
Aquella vez, iba de la mano de mi tía, en un silencio que mezclaba asombro, sobrecogimiento y temor. Las velas encendidas por decenas, acentuaban un dramatismo que no alcancé a comprender nunca. Por fin, al llegar al altar, ví la imagen imponente de la virgen. Y me pareció un pavo real, con su extraña corona de plumas desplegada como un abanico tras de sí.
Nunca dije nada, pero el recuerdo de esa arrogancia me ha perseguido toda la vida.
Cuatro
Por la ventana todavía abierta veo el altarcito que ahora luce como un faro en la noche desierta.
No lo había advertido antes, pero una desagradable lámpara de bajo consumo emerge entre los pliegues de su manto celeste.
Esta imagen, ahora que lo noto, es como aquella. La misma cola de pavo real desplegada en abanico, aunque hoy me parecieron pétalos de una margarita almidonada.
Pero lo que es peor, en el extremo de cada pluma-pétalo brilla una lucecita naranja.
Vaya revelación la de hoy: la luz divina depende de un enchufe de dos patas.
Etiquetas: Libretas Norte
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