Road Movie Escena Nueve
Cuando tomaba una cerveza, no podía parar de reírse de todo.
No era una risa grotesca ni convulsa ni espasmódica -como podía esperarse- sino una más bien fresca, tenue y progresiva que indefectiblemente terminaba por incomodar a sus vecinos de mesa y a los que no lo eran tanto.
Vaya uno a saber porqué todas las noches sucedía lo mismo.
Puedo asegurar que más por diversión que por crueldad esperaba ese momento en que sabía que la gente se levantaría dejando atrás todo aquello que creía poco funcional a la hora de huir.
Entonces venía lo bueno, porque el sitio en cuestión solía quedar regado de una deshonrosa variedad de pertenencias que honradamente pugnaba por atesorar. Extensiones, implantes, alguna notebook con información confidencial que por supuesto nunca usaría en contra de nadie, sillas volcadas, prendas íntimas de muy mal aspecto a pesar del intachable esponsoreo, promesas a punto de ser consideradas, verdades a punto de ser desestimadas...En fin. Lo demás no es preciso decirlo porque se supone. Muchas copas rotas, algunas botellas quebradas en pedazos, unos pocos sueños hecho trizas. En resumen, una pila de cristales que bien podrían sedimentar con algo de tiempo y bastante buena estrella.
Lo peor era la telaraña de discursos fallidos que casi siempre nos dificultaba la salida. Las palabras que nunca llegan a destino se tornan pegajosas y buscan desesperadamente adherirse a cualquier sujeto desprevenido que se les pone delante.
Más allá de disfrutarlo, siempre estaba atento a ese momento porque sabía que debía introducirla en un frasco de vidrio con tapa hermética que llevaba conmigo para esas circunstancias y soplar mi dedo meñique hasta verme convertido en el sabio interlocutor que conseguía convencer al compungido dueño del bar de la
conveniencia de evitar la denuncia porque ya se sabe que la risa es inimputable.
A la mañana siguiente, cuando abría la tapa del frasco para dejarla salir, ella me pedía disculpas y me preguntaba por lo sucedido. Entonces, mentía amorosamente, juraba haber olvidado todo y le convidaba una cerveza para verla reírse como la noche anterior. No es que me hiciera el tonto sino que realmente prefería comenzar de nuevo.
Muchas veces pensé en decirle que me hacía feliz mientras me hacía feliz pero me pareció una redundandia.
Cuando quise hacerlo, ya era tarde. Pero no se me olvida su risa.
No era una risa grotesca ni convulsa ni espasmódica -como podía esperarse- sino una más bien fresca, tenue y progresiva que indefectiblemente terminaba por incomodar a sus vecinos de mesa y a los que no lo eran tanto.
Vaya uno a saber porqué todas las noches sucedía lo mismo.
Puedo asegurar que más por diversión que por crueldad esperaba ese momento en que sabía que la gente se levantaría dejando atrás todo aquello que creía poco funcional a la hora de huir.
Entonces venía lo bueno, porque el sitio en cuestión solía quedar regado de una deshonrosa variedad de pertenencias que honradamente pugnaba por atesorar. Extensiones, implantes, alguna notebook con información confidencial que por supuesto nunca usaría en contra de nadie, sillas volcadas, prendas íntimas de muy mal aspecto a pesar del intachable esponsoreo, promesas a punto de ser consideradas, verdades a punto de ser desestimadas...En fin. Lo demás no es preciso decirlo porque se supone. Muchas copas rotas, algunas botellas quebradas en pedazos, unos pocos sueños hecho trizas. En resumen, una pila de cristales que bien podrían sedimentar con algo de tiempo y bastante buena estrella.
Lo peor era la telaraña de discursos fallidos que casi siempre nos dificultaba la salida. Las palabras que nunca llegan a destino se tornan pegajosas y buscan desesperadamente adherirse a cualquier sujeto desprevenido que se les pone delante.
Más allá de disfrutarlo, siempre estaba atento a ese momento porque sabía que debía introducirla en un frasco de vidrio con tapa hermética que llevaba conmigo para esas circunstancias y soplar mi dedo meñique hasta verme convertido en el sabio interlocutor que conseguía convencer al compungido dueño del bar de la
conveniencia de evitar la denuncia porque ya se sabe que la risa es inimputable.
A la mañana siguiente, cuando abría la tapa del frasco para dejarla salir, ella me pedía disculpas y me preguntaba por lo sucedido. Entonces, mentía amorosamente, juraba haber olvidado todo y le convidaba una cerveza para verla reírse como la noche anterior. No es que me hiciera el tonto sino que realmente prefería comenzar de nuevo.
Muchas veces pensé en decirle que me hacía feliz mientras me hacía feliz pero me pareció una redundandia.
Cuando quise hacerlo, ya era tarde. Pero no se me olvida su risa.
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